El eco de un silbato

Hay sonidos que no se apagan nunca.

Algunos quedan flotando en la memoria, rebotando entre los recuerdos como si el tiempo no pudiera borrarlos. Uno de esos sonidos, para mí, es el de un silbato.

En mi casa hay tres de ellos. Tres pequeños objetos de metal, gastados por el tiempo, que fueron testigos de una historia más grande que un partido, más grande que un club. Fueron los silbatos que usaba mi papá cuando era entrenador de básquet en el Club Eclipse de General Villegas, allá por los años 70.

Durante esa década, el básquet no era solo un deporte: era una causa común, una pasión compartida por cientos de chicos y chicas, y por un grupo de padres que soñaban con algo más. Mi papá dirigió equipos con más de 300 jugadores, hombres y mujeres, y logró mucho más que campeonatos: ayudó a construir una comunidad. Junto a ese grupo de soñadores levantaron un gimnasio que todavía hoy late con vida, con el sonido de pelotas picando y voces alentando.

Pero la historia de esos silbatos no termina en la cancha. Porque, de alguna manera, ese mismo espíritu de equipo, de esfuerzo colectivo, lo llevó después a emprender otro sueño junto a algunos amigos de esa etapa. En un rincón del país donde las señales de televisión no llegaban, decidieron crear una empresa de cable local.

Con herramientas simples, mucho ingenio y una enorme determinación, lograron algo que parecía imposible: conectar a toda una ciudad. El recuerdo en esta nota.

A veces pienso que esos silbatos marcaron mucho más que jugadas o faltas.

Marcaron el ritmo de una vida guiada por la convicción de que los sueños —cuando se trabajan en comunidad— se hacen realidad.

El destino, o la salud, quiso que mi papá nos dejara demasiado pronto, con poco más de 50 años. Pero nos dejó algo más importante que el tiempo compartido: nos dejó el ejemplo de no rendirse jamás.

Hoy, cada vez que miro esos silbatos, pienso en todo lo que representan. En el gimnasio lleno de voces, en los cables tendidos por toda la ciudad, en el eco de una comunidad que se hizo más fuerte gracias al trabajo y la ilusión. Y pienso también en cómo los sueños, cuando nacen del esfuerzo y la pasión, no mueren: se transforman, cambian de forma, pero siguen sonando.

Como el eco de un silbato que no deja de resonar.

Ah, y hay un último detalle curioso en esta historia: esos silbatos fueron traídos desde Londres por Antonio Carrozzi —o como lo conocimos todos en la Argentina, Antonio Carrizo—, quien los trajo de un viaje a Gran Bretaña.

Quizás, sin saberlo, le dio a mi papá no solo una herramienta de entrenador, sino un símbolo que hoy, décadas después, sigue soplando inspiración.